Por Carlos Márquez
Este oxímoron. Este chiste. Se me ocurrió viendo una
entrevista a Lech Walesa. Allí cuenta cómo perdió en las elecciones que lo
hubieran convertido en presidente de Polonia para un segundo período. Luego
muchos años de lucha contra el estado totalitario a cuestas había logrado
convertirse en presidente, pero en la campaña para el segundo período,
desobedeciendo a sus asesores dijo lo que en verdad iba a hacer y cómo era su
programa real de gobierno.
La honestidad no consiste en decir toda la verdad, ni
siquiera en decir la verdad todo el tiempo. Es la virtud con la que se acepta
que existe un problema con la verdad. Este problema es, como dice Lacan, que es
materialmente imposible decirla toda. El político honesto introduce el problema
de la verdad en la política. Pero para que esta rareza del discurso se dé, es
necesario que la verdad haya pasado por la pasión que le impone la política.
Al principio está el político republicano. Este
personaje es un pícaro. Deniega que haya un problema con la verdad diciendo
“medias verdades”. La denegación consiste aquí en hacer creer y creer él mismo
que la parte que se dice más la parte que se oculta daría como resultado una
verdad total. Esto es lo que naturalmente le pedían a Walesa sus asesores. En
este sofisticado lenguaje no se dice que se van a poner en práctica políticas
de hambre para equilibrar cuentas que imposible equilibrar, sino que se piden
sacrificios momentáneos para lograr metas más elevadas a mediano plazo. Cuando
los tiempos son buenos, se extienden las políticas de “bienestar” como si este
sistema de cosas tuviera mañana. Se negocia con los otros partidos que tienen
diferentes colores, pero el mismo programa de base. Se hace campaña electoral
con criterios de mercado. El político republicano, ese pilluelo, deniega el
problema de la verdad para ganar tiempo. ¿Ganar tiempo para qué? Los problemas
se acumulan. Nos divertimos con sus picardías hasta que nos hastiamos de él, de
sus usos de los rituales republicanos, nos “desengañamos”. A veces aquí se
corta milagrosamente el ciclo y retornan las esperanzas en la política. Pero si
no.
Aparece entonces la solución a esta denegación del
problema con la verdad. El pueblo se busca al político que le dice toda-la-verdad,
así nos desembarazamos del problema de la verdad. Se instaura un nuevo régimen
de goce colectivo. Se mira, se admira a este gran hombre o esta gran mujer,
diciendo toda la verdad sin que quede ningún resquicio. Lo elegimos por los
medios republicanos, aunque sabemos que es demasiado grande para estas
formalidades. Esta abolición del problema de la verdad pasa por la revelación
de que la república era una farsa. De que la verdad es equivalente al poder y
el poder es equivalente a la fuerza. El nuevo amo ocupa todo el espectro de la
política, la cual queda reducida a su coto personal. Todo el que se le opone
realmente lo ama en el fondo porque no hay nada que oponer a la verdad toda. Si
la abolición del problema de la verdad es la solución a la denegación del
problema con la verdad ¿Cuál puede ser la solución a este estadio superior, a
este final de la confrontación de partidos, a este final de la historia?
Dado que la abolición de la verdad conlleva a la
abolición de la política, es una solución final para el problema de la
política, que es el problema de la verdad. Al no haber solución para la
solución, lo que hay es profundización de la solución. Una maquinaria delirante
como esta corre desatada hacia la ruina. Es una economía de guerra donde la
corrupción molesta del político republicano, avergonzada, picaresca, se
convierte en una corrupción generalizada, descarada, que invade todo.
En un mundo sin verdad no hace falta la vergüenza.
¿Qué puede detener esta máquina de abolición de la verdad? Libertad, el
personaje de Quino en Mafalda, dice que si una pulga no puede detener la
locomotora, al menos puede picar al maquinista. Esto es lo que hace el político
honesto, parido por el totalitarismo. Él puede picar al maquinista. Es ese
granito de arena que molesta los engranes de la maquinaria. No diciendo la
verdad, sino planteando el problema de que la verdad como problema ha sido
olvidada. Esto tiene una expresión práctica en decir las cosas con sentido
común. A estas alturas cualquier cosa de sentido común tiene un efecto de “el
rey está desnudo”.
Si sobrevive, si no es encarcelado hasta la muerte, si
consigue ir a unas elecciones, si consigue ganar en esas elecciones con un
programa de sentido común frente al gozoso delirio colectivo, el político
honesto puede marcar un “basta” para la abolición del problema de la verdad. La
vuelta a cierta vergüenza republicana.
Luego de esto al parecer el discurso prescribe que
haya la distinción en acto entre honestidad y política. El político honesto o
deja de ser honesto, o deja de ser político. Si opta por la política, pues
sigue siendo político. Si opta por la honestidad, se convierte en asesor, en
sapiente, en articulista, en presidente de una fundación, en premio nobel de la
paz.
Esta última al parecer, según su testimonio, fue la opción
de Lech Walesa.