¿Con qué se identifica Juan Peña?
Por Carlos Márquez
A los 12 años un acontecimiento traumático quebró su cuerpo de un modo casi imperceptible. Uno de sus enemigos coyunturales le asestó un golpe que dejó una marca secreta, una cicatriz que sólo él podía evidenciar. Se acabaron las correrías, los desórdenes de niño. Tal vez era el momento de sentar cabeza, de hacerse un hombrecito. Pero la obsesión por la cicatriz era pertinaz.
A partir de allí todo conspiró en su entorno, pasó de ser un problema al que había que encontrar una solución, a ser un problema que era en sí mismo una solución, un problema que podía existir en el discurso. Él por su parte aceptó de buen grado ese papel, o por lo menos es una interpretación que uno hace, dado el hecho de que efectivamente nunca más volvió a hablar ni para decir esta boca es mía.
Se suman al tiempo perdido los kilogramos de chatarra en reconocimientos a quien, pese a no hacer nada estrictamente hablando, hizo la vida de la gente a su alrededor bastante más cómoda. Adaptación es la palabra. Presuponemos un goce autoerótico que al mismo tiempo produce adaptación. ¿Cuáles son las condiciones para que esto pudiera darse?
En primer lugar, que el asiento de este goce autoerótico, esa suerte de falla en la continuidad narcisista, estuviera en un lugar oculto de su cuerpo, lo cual facilita el despliegue de los semblantes que el Otro deposita en él. En segundo lugar, un rechazo del síntoma en el entorno familiar, que hace que los padres acepten de buen grado la opinión sobrevalorada de los expertos sobre el hijo que se ha ensimismado. En tercer lugar, la degradación habitual en el discurso social circundante de la noción de lo masculino, sostenida por él mismo en un primer momento como rebeldía frente a las convenciones sociales y después del accidente como capacidad de reencauzamiento de esta energía en objetivos más excelsos. En cuarto lugar que la falla en la continuidad narcisista no produjo un efecto de castración simbólica, sino de un agujero que puede llenarse con un objeto.
Esto último quizá pueda explicar que no ocurra el milagro del Otro sexo. De hecho su carrera infantil como malandrín y su posterior dedicación absoluta a su propio goce autoerótico excluyen por completo la posibilidad de la acogida del Otro sexo en caso de que apareciera en el horizonte con su problemática.
Es por ello que me formulo la pregunta ¿Con qué se identifica Juan Peña? En los significantes que vienen del Otro entran en serie granuja, perverso (en el sentido de malvado), la más lerda cabeza del orbe. Luego del accidente: genio, filósofo precoz, niño prodigio, con el paso del tiempo se le llamó hombre juicioso, sabio y profundo, portador de un talento maravilloso.
Pero esos son los significantes del Otro. Lo que le cayó en gracia. Bien pudieron haberlo tildado de loco y meterlo en un manicomio, o dejarlo abandonado en la calle donde hubiera tenido que salir de sí aunque sea para pedir limosna. ¿Cuál es su marca singular, si es que la tiene? ¿Es acaso sencillamente su diente roto?
Este comentario del cuento “El Diente Roto”i del escritor venezolano Pedro Emilio Coll, nos introduce a los problemas de la constitución del vínculo social desde el punto de vista del psicoanálisis. Esta es una problemática con una premisa de doble sentido: “El Otro sexo es la causa del vínculo social que se asienta en la identificación. La identificación es una defensa frente a la emergencia del Otro sexo”.
Se trata de intentar hacer un abordaje desde lo real de la identificación, sin olvidar los otros registros. Por ejemplo, lo real de la identificación puede captarse en Freud en “Psicología de las masas y análisis del yo” en tanto uno se identifica para constituir masa en un rasgo de satisfacción. Pero también en “Duelo y melancolía” donde la identificación aparece como sustituta de un objeto perdido, como algo que se pone en el lugar de un agujero.
El cuento de Pedro Emilio Coll nos permite ubicar muy esquemáticamente estos dos elementos de la identificación freudiana. Se trata de un cuerpo traumatizado, en el sentido lacaniano de agujereado. Alrededor de este agujero se construye un universo de significaciones que explican según determinados ideales un cambio radical del comportamiento de ese muchacho. Es decir que el guijarro que recibe Juan Peña no sólo agujerea la continuidad imaginaria de su cuerpo, sino que al mismo tiempo traumatiza el continuum del tejido social del que formaba parte.
Por otro lado, el binario “lengua – diente roto” brinda una suerte de solución definitiva, de sutura para este sujeto frente al agujero. Solución que no viene a ser perturbada por la aparición del Otro sexo, ni de su representante el acontecimiento, lo que le termina de dar su toque cómico al cuento. Juan Peña es un masturbador. Pero no es cualquier masturbador, es un masturbador exitoso, logrado.
La ironía de que sobre este goce autoerótico venga a sostenerse una transferencia tan masiva y enceguecedora retoma el eje freudiano por el cual se puede entender cómo se constituye verdaderamente una masa y cómo funciona verdaderamente la política. Es por ello que no sólo resulta risible la actitud de constante sorpresa de muchos universitarios latinoamericanos frente a Chávez, sino que resultan verdaderamente extravagantes los intentos de justificación mediante el uso de una retórica pseudopsicoanalítica de sus proyectos subsidiarios y subsidiados.
Juan Peña muestra la fuerza, el tropismo negativo que todo tejido social tiende a presentar frente al Otro sexo. La masa se constituye alrededor de un rasgo de goce al que no puede acceder, pero al cual al menos uno ha accedido. Pero si un montón de sujetos renuncian a un goce para adorar el goce de Uno es para no saber de ese goce del cual absolutamente todos estamos excluidos, del cual no existe alguno que no lo esté, del cual estamos todos abandonados. La identificación con este Otro goce sólo puede ser de función y temporal, necesita la noción de semblante, de otro modo se degrada a una identificación con el objeto a en su función de factor pulsionante, de estrago del vínculo social.
Pero la identificación con el Uno del goce masculino, la infatuación fálica, al parecer está más acorde con el principio del placer, es ampliamente deseada y constituye: en primer lugar, la célula fundamental del discurso del amo; en segundo lugar, lo reprimido en los vericuetos burocráticos y verborreicos del discurso universitario; y finalmente, es a quien se dirige en su revolución el discurso de la histérica.
Occidente ha inventado un modo de cortar ciertos efectos de esta infatuación fálica, es lo que se llama el estado de derecho. Es un intento de introducir la femenina noción de semblante en el goce de la masa; pero lo que se gana al develar el carácter de semblante de la excepción masculina, de un goce ilimitado con el pequeño pene, se gana también en relativismo. Lamentablemente, al parecer, la borrachera del relativismo trae la resaca del fundamentalismo.
El líder fundamentalista es el gran masturbador. Puede hablar horas y horas sobre sí mismo y sobre sus propias identificaciones, o puede mantenerse callado y casi absolutamente ausente de toda ceremonia social. Lo que lo distingue es esa tautología infinita que va del Uno al yo y del yo al Uno. El oficio del psicoanalista hoy entre el relativismo y el fundamentalismo sigue siendo el encuentro traumático con el Otro sexo que no es relativo sino absoluto, pero tampoco es fundamental sino contingente.
Su producto no es un líder, por eso Juan Peña es una suerte de parodia del producto de un análisis. Su producto no introduce en el centro del vínculo social la certeza del goce al que sí se puede acceder, sino el enigma del que accediendo a algún goce, no se arruina ni arruina por ello a los demás. Este enigma sirve de ejemplar único más que de ejemplo, es la exposición temporal de alguien que accede a su modo.
Nota
i Se puede encontrar este cuento en la siguiente dirección: http://www.analitica.com/bitblio/coll/diente.asp