Los niños y los jóvenes de hoy leen menos
¿Es esa la cuestión?
Por Raquel Baloira
En las instituciones educativas, al hablar de la lectura, surge una opinión constante: cada vez se lee menos y se presentan mayores dificultades en la comprensión de los textos.
Si bien es cierto que los maestros se encuentran con problemas en la tarea de formar lectores, resulta conveniente cuestionar determinado aspecto de esta realidad.
Cuando es difícil sostener una pregunta se precipitan los juicios que obturan la oportunidad de introducir otras significaciones posibles. Por esta razón, corresponde examinar esta opinión generalizada acerca de la disminución del interés por la lectura y las fallas en la comprensión de los textos.
Algunas investigaciones plantean una proporción mucho menor de lectores constantes entre niños y jóvenes, en los últimos veinte años. Y aunque había, frente a una mayor escolarización, una gran expectativa acerca del crecimiento en número de lectores, según estas contribuciones, el juicio es categórico: el tiempo del libro pasó. El culto a la imagen y el desvanecimiento de los horizontes, que aseguraban algún rendimiento a la inversión en el saber, han devaluado la lectura.
Niños y jóvenes identificados con la modernidad, se abastecen de aquellos objetos de consumo capaces de proporcionarles satisfacción y sosiego. Prefieren el cine o la televisión. Internet, facebook, el chat, los juegos en red, el e-mail, los mensajes de texto, se han convertido en los modos privilegiados de tomar contacto con lo más próximo o de establecer vínculos. Las diferentes pantallas promueven en los espectadores más jóvenes, identificaciones, rasgos, modelos de vida a imitar. Esta realidad obstaculizaría, a la luz de estos juicios, el interés por la lectura en el mundo de hoy.
Sin embargo, aunque estos análisis apuntan a cierta verdad sobre la realidad social de estos tiempos, existen otros argumentos -derivados de rigurosos estudios - que pueden aportar otra interpretación a este asunto.
Estar en el mundo significa estar constantemente leyendo. Leemos los signos en el cielo que nos anuncian posibles lluvias, leemos un cuadro o la invitación que nos llega en el chat para conversar. Nos encontramos permanentemente buscando pistas, señales, indicios que nos permitan construir un sentido de la vida; y estos actos implican una lectura.
Como vemos, leer no es sólo descifrar letras, aunque el acto de la lectura represente el desciframiento de las letras impresas en un texto. Pero debemos ir más allá del desciframiento si queremos alcanzar algún sentido; debemos reescribir el texto de alguna manera. Porque la letra por sí misma, sin el lector que la vivifique, es letra muerta.
Aprender a leer y a escribir, a partir del psicoanálisis, requiere del sujeto una disposición, un verdadero esfuerzo causado por las huellas indelebles marcadas en el inconsciente, que son fruto de la relación con el Otro del lenguaje. Los efectos de esta determinación solemos observarlos mucho los psicoanalistas, en los niños que llegan a nuestra consulta padeciendo del síntoma muy nombrado como fracaso escolar.
Uno de los grandes aportes de Jacques Lacan, fue demostrar con su enseñanza cómo un sujeto está marcado por esa estructura llamada discurso que, gracias al instrumento del lenguaje, surge de ciertas relaciones estables entre los significantes, en las cuales puede inscribirse algo mucho más profundo, extenso, algo más allá de la comunicación efectiva de las palabras.
Los dichos y no dichos de las figuras parentales determinarán la inserción del niño en el mundo. Él se humanizará gracias al Otro. Es decir, desde el lugar que le da el adulto en el discurso del Otro; ese enjambre de significaciones que una comunidad crea y recrea en su cotidiano devenir. Asimismo, resulta importante destacarlo, el niño no asiste pasivo ante semejante acontecimiento. A él le corresponde construir el significado de aquellas palabras escuchadas.
En el caso de la lengua escrita, desde la orientación psicoanalítica, apropiarse de ella supone para el sujeto un consentimiento. En este acto se revela su disposición. Y las formas en que consienta o no, estarán profundamente ligadas a su historia, a su modo singular de satisfacción y a su relación con el Otro. Si consiente, debe atravesar el sinsentido de la p con la a, pa, hasta lograr construir un sentido propio del resultado de la lectura de la combinatoria de las letras. Este encuentro con el sinsentido radical, hace revivir en el sujeto la experiencia primera -siempre problemática- que significa apropiarse de la lengua materna. Si hemos tenido la oportunidad de escuchar a alguien hablando una lengua desconocida, donde sólo escuchamos la modulación de la voz, podremos entender la dificultad implícita del primer encuentro con la lengua oral. Revivida después en el encuentro con la lengua escrita.
Por consiguiente, no podemos convertir el aprendizaje de la lectura y la escritura en la simple tarea de adquisición de unas habilidades. Y mucho menos, reducir el trabajo con los tropiezos esperables en la formación de lectores a programas que promocionan la adquisición del saber sin esfuerzo, tal como rezan frecuentemente algunos anuncios publicitarios, “Curso de lectura veloz: lea rápido y memorice todo”.
Entonces, cuando se afirma una disminución en el interés por la lectura, es apropiado esclarecer los referentes a partir de los cuales realizamos un juicio de esta naturaleza. Si ampliamos el marco desde donde observamos la realidad y nos orientamos por las modalidades de satisfacción de los niños y los jóvenes de hoy, guiándonos por sus intereses, más bien conviene no precipitarnos en nuestras afirmaciones diciendo que leen menos y que presentan grandes errores en la comprensión lectora, sino preguntarnos sobre qué leen ¿O acaso los mensajes de texto, el e-mail, las búsquedas en Google, Facebook, el Nintendo Wii, no requieren una lectura constante de quienes hacen uso de ellos?
De igual manera, no podemos dejar de pensar en los lectores de los libros de literatura infantil y juvenil, hacia los cuales el mercado editorial ha dirigido su atención en las últimas décadas. Las cifras en ventas hablan por sí mismas. Verbigracia: el tan conocido Harry Potter o la novela Crepúsculo, que ha sido traducida a treinta y siete idiomas y ha vendido veinticinco millones de copias.
Ahora bien, esta realidad no significa que debamos dejar a los más jóvenes a merced de las ofertas del mercado y no animemos en ellos el encuentro con la diversidad de géneros literarios y con los escritores responsables de haber enriquecido el patrimonio cultural de la humanidad. Debemos insistir en la transmisión. Cada uno elegirá, luego, a qué anudarse de aquello que escuchó o leyó. Elegirá, sí. Siempre se elige.