Nos
reencontraremos dentro de dos años en Pipol 6. Y, tal y como sucede
hoy, será en torno a una fórmula. El significante que nos ha reunido
aquí es el de la salud mental. La cuestión es saber cuál será el
significante que le dará continuidad en 2013. Voy a dar cuenta de mis
reflexiones a este propósito, en el momento de clausura de este
Congreso.
La
salud mental, seamos francos, no nos la creemos. Si, no obstante, hemos
usado ese término, es porque nos ha parecido que podía mediar entre el
discurso analítico y el discurso común, el de la masa. Por eso, el eco
que el tema del Congreso ha tenido en la prensa belga muestra bien que
este punto de vista estaba bien pensado. Todo el mundo comprende lo que
hemos puesto en cuestión. Aunque evidentemente para llegar hasta ahí
hemos tenido que obrar con astucia. Hemos ubicado el término de salud
mental en una pregunta de la que ya teníamos la respuesta. No, la salud
mental no existe; se sueña con ella, es una ficción. A esa pregunta,
teníamos nuestra respuesta.
Cada
uno tiene su vena de loco y lo hemos testimoniado al ubicar esa vena de
locura en nuestra práctica, y no en nuestro paciente sino en nosotros,
analistas, terapeutas. Es como una lección que nos hemos dado a nosotros
mismos. Una lección que estaría bien no olvidar en lo sucesivo: en
psicoanálisis, el caso clínico no existe, no más que la salud mental.
Exponer un caso clínico como si fuera el de un paciente es una ficción;
es el resultado de una objetividad que es fingida porque estamos
implicados aunque más no sea por los efectos de la transferencia.
Estamos
dentro del cuadro clínico y no sabríamos descontar nuestra presencia ni
prescindir de sus efectos. Tratamos, sin duda, de comprimir esa
presencia, de esmerilar sus particularidades, de alcanzar el universal
de lo que llamamos el deseo del analista. Y el control, la práctica de
lo que se llama la supervisión, sirve para eso: para lavar las escorias
remanentes que interfieren en la cura. Pero, desde el momento en que
conseguimos borrar lo que nos singulariza como sujeto, entonces es el
analizante el que sueña, el que nos sueña a nosotros, su interlocutor,
con los rodeos de su fantasma y con la identidad que atribuye a ese
interlocutor, que no sabrían no figurar en el cuadro.
En
una palabra, eso os obliga a pintaros a vosotros mismos en el cuadro
clínico. Es como Velázquez, cuando se representa a sí mismo, con el
pincel en la mano, junto a los demás seres con los que puebla la tela de
Las Meninas, y que es algo que produce desorientación. Porque está
claro que él no se puede situar a menos que sea vea plasmado como
dividido. Saben que es un cuadro que llamó la atención de Lacan
siguiendo la estela de Michel Foucault. Diría que, en psicoanálisis,
todo caso clínico debería tener la estructura de Las Meninas. Y
continuaré el apólogo hasta llegar a señalar que lo que nos ofrece el
cuadro de Velázquez, el que podemos ver en Madrid pero también en una
reproducción, es lo que ve el amo, a saber, la pareja real, pero
precisamente un amo que no está representado, que está como esfumado,
como desvanecido, como degradado en el reflejo que se perfila al fondo
del cuadro; de ese amo no queda sino su lugar, ese lugar mismo al que
todo el que llega, cada espectador, viene a inscribirse.
Y
bien, diría que pasa igual que en la experiencia analítica, el lugar
del amo subsiste ciertamente, pero el amo no está ahí para ocuparlo.
¿Qué queda de la salud mental cuando el amo ya no está?
La
inexistencia de salud mental en el hombre no ha cesado de ser deplorada
por la filosofía. Lo han dibujado como siervo de sus ilusiones, de sus
pasiones, de sus apetitos. Lo han pintado fundamentalmente
desequilibrado para afanarse por restituirle el orden y la medida.
Antiguamente, a la salud mental se le llamaba sabiduría o virtud. Para
establecerla, se la ponía en relación con el amor por el otro, con el
amor por el Otro divino. Lo que no era una mala idea porque podríamos
decir que la salud mental es una idea teológica que supone la buena
voluntad de la naturaleza, una benevolencia que se abría hacia el
bienestar y la salud de todo aquello que existe. Sin embargo, basta con
recorrer la inmensa literatura a la que acabo de aludir de manera
rápida, para caer en la cuenta de que esa salud mental supone siempre
algo que viene a dominar una parte del alma, su parte racional o divina.
La salud mental tiene que ver, desde siempre, con el discurso del amo y
es, desde siempre, un asunto de gobierno. Y es su destino inmemorial el
que viene a consumarse hoy día mediante su directa toma en
consideración por parte de todos los aparatos de dominio político. El
dominio de la parte racional del alma toma hoy día la forma del discurso
de la ciencia y es a través de la ciencia como el amo promueve la salud
mental y se preocupa de protegerla, de restablecerla, de difundirla
entre lo que se llaman las poblaciones, un término que David Tarizzo
hacía resonar de manera potente hace un momento en esta sala.
Se
piensa que la ciencia concuerda con lo real y que el sujeto también es
apto para concordarse con su cuerpo y con su mundo como haría con lo
real. El ideal de la salud mental traduce el inmenso esfuerzo que hoy
día se hace para llevar a cabo lo que llamaré una "rectificación
subjetiva de masas" destinada a armonizar al hombre con el mundo
contemporáneo, dedicada en suma a combatir y a reducir lo que Freud
nombró, de manera inolvidable, como el malestar en la cultura. Desde
Freud, ese malestar ha crecido en tales proporciones que el amo ha
tenido que movilizar todos sus recursos para clasificar a los sujetos
según el orden y los desórdenes de esta civilización. Ahora es como si
la enfermedad mental estuviera por todos lados; en todos los casos, lo
psy se ha convertido ya en un factor de la política. A lo largo de los
últimos años, en los países que interesan a este Congreso, el discurso
del amo ha penetrado de manera profunda en la dimensión psy, en el campo
llamado de lo mental. El acceso a los psicotropos está ya ampliamente
conseguido y la psicoterapia se expande en sus modos autoritarios. Se
trata siempre de un aprendizaje del control.
Este
dominio, que ayer escapaba en gran parte a los gobiernos, es objeto
ahora de regulaciones con exigencias cada vez más grandes. Eso va
paralelo al reconocimiento público del psicoanálisis pero con la
intención, aunque sea desconocida para sus promotores, de desvirtuarlo.
Sin
embargo, por pequeña que sea su voz en el estruendo contemporáneo, el
discurso analítico hace objeción y no carece de potencia. La potencia
del discurso analítico viene, de entrada, de que es desmasificante; y a
medida que la masificación se extiende y crece, crece también la
aspiración a esa desmasificación. La exigencia de singularidad de la que
el discurso analítico hace un derecho está de entrada porque procede
uno por uno. Diría que eso lo hace acorde con el individualismo
democrático que difunde la civilización contemporánea. Se hablaba
antiguamente de "indicaciones para el psicoanálisis" cuando se pensaba
que se podían seleccionar a los sujetos en función de su aptitud clínica
para el discurso analítico. Ese tiempo ya pasó. Hoy día, ser escuchado
por un psicoanalista equivale a un derecho del hombre. Le toca al
psicoanalista arreglárselas con eso y modelar su práctica con respecto a
lo que se le requiere. El psicoanálisis acompaña al sujeto en lo que
éste plantea como protestas contra el malestar en la civilización. Para
la ocasión, se hace acompañar de lo que de mejor tienen el humanismo o
la religión. Cualquiera sabe hoy día que encontrará en el psicoanálisis
una ruptura con las órdenes conformistas que le apremian por doquier.
Cualquiera sabe que si acude al discurso analítico, este discurso se
pondrá en marcha para él solo: para él, el Uno solo, como decía Lacan,
separado de su trabajo, de su familia, de sus amigos y de sus amores. Lo
que el sujeto encuentra en el psicoanálisis es su soledad y su exilio.
Sí, su estatuto de exiliado al respecto del discurso del Otro. No es el
Otro con una A mayúscula el que está en el centro del discurso
analítico, es el Uno solo.
Lacan,
sin duda, comenzó a ordenar la experiencia analítica por el campo del
Otro, pero fue para demostrar que, en definitiva, ese Otro no existe, no
más que la salud mental. Lo que existe es el Uno solo. Un psicoanálisis
comienza por ahí, por el Uno solo, cuando uno no tiene más remedio que
confesarse exiliado, desplazado, indispuesto, en desequilibrio en el
seno del discurso del Otro. En un análisis, se busca un otro del Otro
que, esta vez, uno tenga el placer de inventar a su medida, otro
supuesto saber lo que atormenta al Uno solo. Por eso, nosotros sabemos
que este Otro está destinado a disiparse, a desvanecerse hasta que sólo
quede el Uno solo; instruido ya sobre lo que le atormenta, esclarecido
como decimos, sobre el sentido de sus síntomas.
¿Diría
pues que, al término de la experiencia analítica, ya no soy incauto al
respecto de mi inconsciente y de sus artificios? Y eso porque ¿el
síntoma, una vez descargado de su sentido no por eso deja de existir
aunque bajo una forma que ya no tiene más sentido? Daré un paso más en
la ironía en la que me he comprometido si digo que esa es la única salud
mental que soy capaz de conseguir. Supone, precisamente, que advenga al
campo en el que lo mental se haya desvanecido para dejar desnudo lo
real. Para alcanzar ese campo, ese campo último, hay que haber
franqueado lo imaginario, lo mental de lo imaginario. Lo mental de lo
imaginario está siempre condicionado por la percepción de la forma del
semejante. Es esa la unidad fundamental. Evito el chiste "funda-mental"
porque no se traduce a todas las lenguas. Esta es la unidad fundamental
que Lacan ilustra con el estadio del espejo.
Para
Aristóteles, el alma es la unidad supuesta de las funciones del cuerpo y
ésta es la que nosotros traducimos en la experiencia del espejo como un
alma especular. Se encuentra siempre transitada por una tensión
esencial en la que se intercambian sin cesar los lugares del amo y del
esclavo. En el estadio del espejo arraigan a la vez la prevalencia del
discurso del amo y su paranoia territorial, que hacen del yo una
instancia grosera de delirio que no sabría reducir ninguna rectificación
autoritaria. Pero, sin embargo, para alcanzar el campo que llamo "campo
último", también hay que atravesar lo simbólico y lo mental de lo
simbólico. Lo mental de lo simbólico es la refracción del significante
en el alma especular. A esa refracción es a lo que se llama el
significado. A ese significado esencialmente huidizo, nubloso,
indeterminado, metonímico y susceptible sin duda de dar lugar a
metáforas y efectos de significación, se le puede llamar el pensamiento.
Su
pensamiento, el mío, tiene su rutina, gira en redondo, se le reprime,
retorna. Se dice que es el inconsciente cuando se lo descifra y entonces
se dice, en el desciframiento, que se alcanza una verdad. Pero,
¡atención, se trata siempre de sentido, es decir de mental, de ideas que
os hacéis! Por eso Lacan ha unido con un lazo esencial la verdad con la
mentira. El campo último al que me refiero está más allá de la mentira
de lo mental. La parte más opaca de lo que Freud llamaba la libido se
descubre precisamente ahí. Ese sentido de la libido es el deseo. El
deseo está articulado a lo simbólico; se desprende de los significantes
como siendo sus significados. Enloquece el alma especular, anima los
síntomas. Sin embargo, un análisis introduce una deflación del deseo,
que se desinfla y se estaciona como sucede con ese semblante que
llamamos el falo y que sirve para pensar la relación entre los sexos.
Pero, tanto el deseo como la relación sexual son verdades mentirosas,
mentiras de lo mental. Debajo del deseo, una vez atravesada su pantalla
fantasmática, hay lo que no miente sin que sea una verdad. Es lo que
llamamos goce. El deseo es el sentido y el semblante de la libido, su
mentira mental. El goce es lo que de la libido es real. Es el producto
de un encuentro azaroso del cuerpo y del significante. Ese encuentro
mortifica el cuerpo pero también recorta una parcela de carne cuya
palpitación anima todo el universo mental. El universo mental no hace
sino refractar indefinidamente la carne palpitante a partir de las más
carnavalescas maneras y también la dilata hasta proporcionarle la forma
articulada de esa ficción mayor que llamamos el campo del Otro.
Comprobamos
que ese encuentro marca el cuerpo con una traza inolvidable. Es lo que
llamamos acontecimiento de cuerpo. Este acontecimiento es un
acontecimiento de goce que no vuelve nunca a cero. Para hacer con ese
goce hace falta tiempo, tiempo de análisis. Y sobre todo, para hacerse
con ese goce, sin la muleta, la pantalla y los artificios del
inconsciente simbólico y sus interpretaciones. Por eso hablamos de que
se trata del inconsciente real, el que no se descifra. El que, por el
contrario, motiva el cifrado simbólico del inconsciente. Ese cuerpo no
habla sino que goza en silencio, ese silencio que Freud atribuía a las
pulsiones; pero sin embargo es con ese cuerpo con el que se habla, a
partir de ese goce fijado de una vez por todas. El hombre habla con su
cuerpo. Lacan lo dice, el ser hablante por naturaleza. Pues bien, ese
cuerpo que no habla pero que sirve para hablar, ese cuerpo como medio de
la palabra, es justamente el que se empareja, en rigor, con la salud
mental que no existe. Si la salud mental no existe es porque el cuerpo
gozante, la carne, excluye lo mental al mismo tiempo que lo condiciona,
lo enloquece y lo extravía. Si el hombre ha inventado la relación sexual
es para velar el horror de esa carne recorrida por un estremecimiento
que no cesa y que es lo que es, como decía Angelus Silesius: sin por
qué.
A
ese "hablar con su cuerpo" lo traiciona cada síntoma y cada
acontecimiento de cuerpo. Ese hablar con su cuerpo está en el horizonte
de toda interpretación y de toda resolución de los problemas del deseo.
Lo sabemos, los problemas del deseo pueden ser puestos en forma de
ecuación; lo sabemos desde Lacan, que se esforzó por hacerlo. Y esta
ecuación tiene, sin dudas, soluciones, que son lo que Lacan llamó el
pase.
Sin
embargo, el goce a nivel del inconsciente real no sabría ser ubicado en
una ecuación y permanece insoluble. Freud lo supo antes de que Lacan lo
anunciara. Hay siempre un resto con los síntomas. Por eso no hay un
final absoluto para un análisis, que dura tanto como lo insoluble siga
siendo insoportable. Se acaba cuando el hombre encuentra ahí una
satisfacción sin más.
Hasta
aquí pues lo que he podido extraer, torturándome los sesos, de una
reflexión sobre la inexistencia de la salud mental; hablando con
propiedad, lo que se empareja con el significante es "hablar con el
cuerpo". Es posible que este asunto sea muy difícil para PIPOL VI,
ustedes dirán. Pero si es así, no teman, encontraremos otra cosa.
Espero, pues, sugerencias.
Traducción: Jesús AmbelTexto establecido por Yves Vanderveken